Homilía del sábado 14 de septiembre en las Claras



Rvdo. Sr. Capellán, Madre y Comunidad de Clarisas, querida Junta de Gobierno, Cofrades y devotos de
Nª Sª de los Dolores, queridos hermanos:
Cercana su festividad litúrgica, conforme indicó nuestro Prelado, nos alegra venir devotamente a esta Capilla, verificando así una iniciativa debida a la creatividad, ilusión y tenacidad del Sr. Morcillo y de su Junta de Gobierno. ¿Por qué hemos venido con la Sagrada Imagen de la Soledad de María a este Convento? Para conmemorar el centésimo septuagésimo sexto aniversario de nuestra forzada estancia en este Monasterio de la Encarnación. Aquí, desde 1837 (R.O de 27-VII), hubo de funcionar durante 62 años la Parroquia de Santiago Apóstol y, con ella, la Ilustre Hermandad del Santísimo Sacramento y Nª Sª de los Dolores, creada hace 240 años. Las monjas, tras ser despojadas de sus bienes mediante engaños, fueron embutidas en el monasterio de las Puras, 40 largos años, hasta que en 1877 fueron llevadas a San Antón por el Obispo Orberá. ¿Por qué sucedió así? Las autoridades entonces llamadas liberales, en su justo deseo de libertades, sin embargo estaban imbuidas de un enciclopedismo anticlerical, por lo que mantenían como principio innegociable el rechazo al catolicismo, considerado como causante de los males que buscaban erradicar y contrario a sus aspiraciones. Querían libertad para todos… salvo para los católicos. Naturalmente, fue casi imposible un acercamiento entre ambas cosmovisiones: los liberales buscaban suprimir -a toda costa- la influencia católica, y los católicos percibían en los liberales un férreo enemigo en cuanto alcanzaban algún poder. En consecuencia, entre otras disposiciones secularizadoras, las autoridades liberales pensaron contribuir a la mejora de nuestra Ciudad si dedicaban el vetusto templo Jacobeo a otros usos, ya que la Administración se mostraba incapaz de proveer a sus propias necesidades de espacio (En este convento fueron establecidos el Gobierno Civil y la Diputación). Incluso el Ayuntamiento pidió en 1841 derribar el templo de Santiago para hacer una plaza y emplear sus piedras en el puerto, para construir el muelle de Poniente. Las necesidades militares salvaron el edificio, siendo dedicado a cuartel y más tarde a almacén.
Con estas medidas la popular Cofradía, objeto del desdén de los ilustrados, a la cual consideraban como forma inferior de religiosidad católica, se vio constreñida a dejar su sede canónica, afrontando un futuro incierto, en un siglo en que la Patria había sufrido dos invasiones y aun conocería tres guerras civiles. Por fin, 57 años más tarde, la R.O. de 26-VII-1894 autoriza la devolución del convento, atendiendo las justas y reiteradas peticiones de las Clarisas y del Obispo, que tuvo efecto el siguiente 30-XI. Sin embargo, hasta el 21 de marzo de 1899 no pueden regresar las Clarisas. Todavía hubieron de compartir la capilla con la parroquia, mientras era reparado el templo, y devueltos a su primitiva ubicación los retablos, imágenes y enseres sacados de Santiago en 1837. Finalmente, el 22-XII-1899 se reabría al culto nuestra parroquia, restituidas ya ambas edificaciones a sus legítimos titulares y usufructuarios, de forma que también la Cofradía pudo recobrar su sede tradicional. Sin embargo, por la hecatombe padecida por la Iglesia y por nuestro patrimonio histórico-artístico en la última Guerra Civil, volvería a darse en 1939 esa forzada convivencia en esta hermosa capilla, donde funcionaron no una sino dos parroquias: Sagrario-Catedral hasta 1941, y Santiago, hasta 1960. De modo que entre el XIX y el XX nuestra parroquia ha funcionado en esta capilla 83 años, casi uno de los cinco siglos transcurridos desde su creación en 1505.
Queridos hermanos: ¿podemos encontrar en aquellos sucesos alguna luz para nuestra vida? Mirando la historia a la luz de la fe, pienso que sí. Actualmente, el laicismo en un activo sector social sigue mostrándose con idéntica hostilidad a la usada en el XIX. En realidad, conserva la misma aspiración: expulsar a la Iglesia y a los católicos de la vida social, para que la cosmovisión ateizante no encuentre alternativa. Bien sabemos que los laicistas no acometen más a las cofradías, incluso aparentan respetarlas, por el amplio respaldo popular que mantienen. De ahí, que hayan variado la estrategia: ahora no atacan abiertamente, como en el XIX y primera mitad del XX, sino actúan sobre la identidad cofrade, para desnaturalizar las cofradías, desreligiosizándolas, de manera que ya si pudieran éstas ser aceptadas en nuestra sociedad plural. No como grupos marcadamente católicos, sino apareciendo como exóticas manifestaciones folclóricas de una obsoleta realidad, ciertamente útil a sus intereses crematísticos para el sector servicios, pero que carecería de significación para el hombre de hoy.
Evidentemente, pienso que la realidad es otra: Jesucristo hoy también es la respuesta, el único Salvador. Hoy la Virgen María sigue llevando a Jesús a quienes se acercan a Ella con ansias de verdad y seriedad religiosa. Fortalece, además nuestra posición, la renovación de la mentalidad católica lograda en el siglo XX, tras el Concilio Vaticano II y con los Papas posteriores, de manera que hoy la Iglesia no busca imponer, como hacen los laicistas, sino únicamente aspira a proponer en libertad el mensaje de Cristo, sin más pero no con menos derechos que los demás grupos sociales. Hoy resulta patente a todo observador desapasionado que la Iglesia no es enemiga, sino garante del progreso integral y solidario que la humanidad requiere para no quedarse en una sociedad de meros avances científico-técnicos pero deshumanizada. En efecto, la Iglesia es garante del progreso integral y solidario que impulsa el intento de una sociedad donde vivamos los ideales de paz, justicia, respeto a la dignidad de la persona, donde vivamos -en suma- la novedad del Evangelio. 
Para quienes hemos peregrinado a esta Capilla, y hemos adorado al Augusto Sacramento junto a las Clarisas, que llevan cerca de cuatro siglos enriqueciendo nuestra tierra con su espiritualidad, intercediendo en favor del pueblo, como Moisés (1ª), estas jornadas avivan nuestro empeño por mantener nuestra relación personal de amor con el Corazón de Cristo, que me ama ahora y -cada día- espera mi respuesta personal a su amor extremado, para que le siga, como testigo de la fe. Relación personal de amor con el Corazón de Cristo, que se concreta en los momentos de oración, adoración y celebración de los diversos sacramentos. Relación personal de fe y amor que aprendemos de la Virgen María, nuestra Bendita Madre de los Dolores, y nos lleva a proclamar -como Ella- a los hombres la grandeza del Señor. Por esa experiencia personal de la relación de fe y amor con Cristo, anunciaremos como testigos -o sea, como alguien que lo ha probado, lo ha vivido- la misericordia de Dios. Es vital para todo bautizado colaborar a que se convierta aunque solo sea un pecador, colaborar a encontrar a los perdidos.
La mirada a la historia, asimismo, suscita una invitación a la acción de gracias y una llamada a la conversión. Acción de gracias por la Providencia divina, que nos conforta en la prueba, y nos hace perseverar fielmente incluso en medio de dificultades y hostilidades, como los de hace 176 años. A la vez, la mirada creyente a la historia suscita una llamada a la conversión, para alimentar nuestra fidelidad. Fidelidad al Señor, como la Virgen, para evitar todo antitestimonio e inconsecuencia. Si los liberales buscaban liberar a la sociedad pero negaban la libertad al amplio colectivo eclesial, nosotros hemos de huir decididamente de incoherencias, para que la fe católica sea proclamada con nuestra palabra y ratificada con nuestra conducta cotidiana. Al escuchar la palabra de Dios comprendemos, en definitiva, que fidelidad implica no ser duros de cerviz, obcecación que nos induce a la idolatría (1ª).
‘Nos dirigimos en oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda nuestra fe!
Abre nuestro oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.’
(Papa Francisco, Lumen Fidei 29-VI-2013, 60)

M. I. Sr. D. Francisco Escámez Mañas